He sido entrenador de piragüismo durante la mitad de mi vida. A lo largo de esos años he cometido errores pequeños, medianos, grandes e incluso inmensos. Algunos se resolvieron solos, otros requirieron tiempo y aprendizaje, y otros aún los llevo conmigo, como cicatrices que me recuerdan quién fui y quién no quiero volver a ser.
De todos esos errores, los que más me duelen hoy no son los técnicos ni los estratégicos: no son haber elegido un mal método, un mal planteamiento de temporada o haber tomado una mala decisión táctica en el momento clave. Esos errores se perdonan, se entienden, se discuten y se archivan.
Los errores que verdaderamente pesan son los que afectan a la dimensión humana del entrenador.
Un entrenador es un nodo crucial, un punto de encuentro entre diferentes vectores. Por él circulan aspectos técnicos, fisiológicos, logísticos, emocionales, institucionales y sociales. Entra y sale información, expectativas, dudas, ilusiones y presiones. Somos traductores (desde que trabajo con traductor siempre me viene esto a la mente) entre el mundo interno del deportista y las exigencias externas de la competición.
Pero en medio de todas esas fuerzas, de esa maraña de tareas y responsabilidades, es fácil olvidar algo esencial:
trabajamos con personas.
Personas que sienten, que imaginan, que temen, que dudan, que confían. Personas que depositan en nosotros algo que no tiene precio: su vulnerabilidad.
Mis peores recuerdos como entrenador tienen que ver precisamente con esos momentos en los que, por cansancio, por presión, por ego o por estrechez de visión, abandoné la perspectiva humanista.
Cuando hablo de humanismo, me refiero al Humanismo con mayúsculas: una forma de estar en el mundo que pone el foco en la dignidad, el respeto y la autorrealización de cada persona.
No se trata de “ser buena persona” de forma genérica. Se trata de reconocer al otro como fin en sí mismo, nunca como un medio.
En el deporte, esto es crucial.
Podemos creer que lo más importante es el resultado.
Pero el resultado solo es un instante.
Lo que queda es aquello en lo que nos hemos convertido al recorrerla.
El coaching, entendido desde este prisma, no es una técnica.
Es una postura ética.
Es comprender que, antes que palistas, atletas o promesas, tenemos delante seres humanos en proceso de construcción. Y que nuestra labor no es moldearlos según nuestro ideal, sino acompañarlos para que encuentren su propia forma de construirse.
Cuando perdemos esa mirada, el entrenamiento se vuelve mecánico, jerárquico y frío.
Cuando la recuperamos, el deporte vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser:
un espacio de desarrollo personal, de descubrimiento y de encuentro.
Hoy, cuando miro atrás, no me enorgullece lo poco que gané, sino lo que aprendí a no perder:
La humanidad en el otro.
Y en mí.
Porque al final, más allá de los tiempos, los podios y los cronómetros, el coaching es un humanismo.
O no es nada.
P.D.: Dedicado a todas aquellas personas con las que he trabajado y que, por acción u omisión, alguna vez se hubieran sentido fuera del centro de mi acción.


