En muchas ocasiones he escuchado a entrenadores de distintos deportes afirmar que el entrenador no es más que una herramienta más dentro del proceso deportivo. Según esta visión, el deportista sería quien debe decidir cómo, cuándo y en qué medida utilizar dicha herramienta para obtener el máximo rendimiento.
Sin embargo, creo firmemente que reducir la figura del entrenador a una mera herramienta es simplificar en exceso una relación mucho más rica y compleja. Por definición, una herramienta es un objeto inerte, sin voluntad, que solo adquiere sentido cuando alguien lo emplea para manipular la realidad. Pero el entrenador, a diferencia de una herramienta, no es un objeto pasivo.
Desde mi perspectiva, el entrenador es un agente activo dentro del sistema deportivo. No se limita a esperar la iniciativa del deportista, sino que aporta dirección, energía y dinamismo. Es alguien que observa, analiza y proyecta, alguien que detecta lo que el deportista aún no ve, y que introduce en la ecuación una fuerza externa capaz de transformar el rumbo del proceso.
La relación entrenador–deportista, por tanto, no debería entenderse en términos de “uso” o “utilización”, sino como una interacción viva en la que ambos influyen y se transforman mutuamente. El entrenador acompaña, empuja, abre caminos, señala riesgos y, en definitiva, imprime un movimiento que el deportista, por sí solo, difícilmente podría generar.
En este sentido, me gusta pensar que el entrenador no es una herramienta, sino un catalizador: alguien que acelera, potencia y orienta los procesos, sin reemplazar nunca la voluntad y la responsabilidad última del deportista.



