Yo nunca me he considerado un líder. Ni me he visto, por supuesto, reflejado en esas listas interminables de rasgos que supuestamente definen a los líderes. Soy tímido, me hago pequeño ante multitudes, temo la confrontación directa, pierdo el hilo de las conversaciones entre muchas personas… y, sin embargo, sí he sentido que he acompañado a personas en su camino, ayudándolas a acercarse, aunque fuera un poco, a sus metas.
Mi problema con muchos de esos discursos sobre liderazgo es que siguen anclados en figuras que algunos gurús admiran con fascinación infantil: Sun Tzu, Napoleón, Churchill… como si todo se redujera a grandes gestas militares o a personajes que parecen sacados de una película épica. Me recuerdan a esos jóvenes en Instagram que se sacan una foto junto a un Lamborghini estacionado para aparentar una vida que no es suya.
Ademas, la gente que esta tan centrada en la dicotomía entre los que son líderes y los que no, ocultan en realidad una intención más siniestra: la de catalogar a las personas de manera meridianamente clara entre lideres y gregarios. Y eso es simplemente simplista y falso.
Yo prefiero mirar el liderazgo desde otro ángulo. No tanto en lo que alguien supuestamente “es”, sino en lo que nunca debería ser. Porque el liderazgo no es algo absoluto ni dicotómico, no es un “se tiene o no se tiene”. Es más bien un proceso continuo, algo que se cultiva y que puede crecer o marchitarse con el tiempo. Y, en mi experiencia, no depende tanto de las virtudes que uno acumula, sino de las carencias que consigue evitar.
Un liderazgo pobre aparece cuando alguien impone en lugar de inspirar, cuando recurre al miedo en vez de generar confianza, cuando carece de visión y no logra transmitir un propósito claro. También cuando se centra únicamente en sí mismo, buscando reconocimiento personal por encima del bien común. La falta de escucha, la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace, eludir la responsabilidad o bloquear la iniciativa de los demás son señales de un liderazgo que erosiona más que construye. Y, por supuesto, todo se derrumba cuando se pierde la confianza a causa de actitudes poco éticas o manipuladoras.
Por eso creo que sería más sano dejar de ver el liderazgo como ese conjunto épico de rasgos heroicos que venden algunos gurús de poca monta. El liderazgo real es más común, más humilde y cercano de lo que pensamos. No se da solo en grandes equipos con objetivos grandiosos. Muchas veces es intermitente: las personas alternan su capacidad de liderar según la situación. También aparece en lo cotidiano: en una pareja que se apoya, en un grupo de amigos que toma decisiones juntos y, sobre todo, en uno mismo, cuando logra guiar su propia mente hacia donde quiere ir.
Por eso, para mí, no hay peor líder que quien se obsesiona con colocarse en ese papel. No hay nada más decadente que tratar de aparentar, en vez de simplemente ser y dejar que los demás, con naturalidad, reconozcan o no tu influencia.
Al final, liderar no consiste en conquistar ni en mandar. Liderar es ser coherente, generar confianza y, poco a poco, permitir que otros —y también uno mismo— avancen en la dirección correcta.


